En El Hoyo (Gaztelu-Urrutia, 2019), somos partícipes de la vida de un grupo de presidiarios de una sociedad distópica, cuyas celdas están interconectadas verticalmente a través de un hueco que permite ver parte de los pisos aledaños.
Debido a un sistema rotativo mensual los presos son desplazados mientras duermen, de manera que es posible vivir en diversos estratos durante la estancia allí. Un número en la pared indica permanentemente la buena o mala suerte del reo, relacionada con el hueco que une las celdas: cada día, una plataforma cargada de comida desciende desde la primera planta, y la cantidad y estado de lo que llega a cada piso depende de la altura a la que se encuentren los presos (y a partir de según qué planta podéis imaginar que lo que llega empieza a perder parecido con comida).
Se genera así una suerte de sistema urbano que basa su supervivencia en el egoísmo de los que durante un mes están por encima de los demás. Podríamos compararlo con la ciudad de Leonia que aparece en el libro de Italo Calvino Ciudades Invisibles, donde analiza diversas ciudades imaginarias y las clasifica en distintos modelos:
La ciudad de Leonia se rehace a sí misma todos los días: cada mañana la población se despierta entre sábanas frescas, se lava con jabones recién sacados de su envoltorio, se pone batas flamantes, extrae del refrigerador más perfeccionado latas todavía sin abrir, escuchando los últimos sonsonetes del último modelo de radio. En las aceras, envueltos en tersas bolsas de plástico, los restos de la Leonia de ayer esperan el carro de la basura. (…) uno se pregunta si la verdadera pasión de Leonia es en realidad, como dicen, gozar de las cosas nuevas y diferentes, y no más bien expulsar, apartar, purgarse de una recurrente impureza. Cierto es que los basureros son acogidos como ángeles y que su tarea de retirar los restos de la existencia de ayer se rodea de un respeto silencioso, como un rito que inspira devoción, o tal vez sólo porque una vez desechadas las cosas, nadie quiere tener que pensar más en ellas.
Figura 1
Germán Valle. Plano Adaptado
Figura 2
Gaztelu-Urrutia, G., (2019) El Hoyo (fotograma)
Figura 3
Gaztelu-Urrutia, G., (2019) El Hoyo (fotograma)
Por un lado, nos encontramos en el entorno de El Hoyo con una antítesis de Leonia ya que cada mes se rehace a sí mismo también, pero la población se despierta en la misma fría cama y debe enfrentarse al mismo reto: alimentarse de los restos de comida que de los pisos superiores manden después de haberse alimentado ellos.
Por otro lado, hay un paralelismo en la devoción a los deshechos de la ciudad de la que hace gala la población del presidio de la película: los restos de la existencia de quien está por encima saben a gloria para los hambrientos de los pisos inferiores, y una vez que has comido de los desperdicios del piso superior, no tienes que pensar en lo que quedará para el de abajo.
Personalmente, creo que la película duele porque nos hace vernos reflejados en esa vertiente egoísta del ser humano. Sin ir más lejos, con la locura que se vio en los supermercados al inicio de la crisis del coronavirus, no podía dejar de pensar en las palabras del personaje de Antonia San Juan sobre la generosidad espontánea, un supuesto cambio de mentalidad de los convictos del Hoyo a partir del cual la comida sería capaz de llegar hasta el piso inferior.
Si bien ese mensaje de solidaridad queda, en vista de lo sucedido en los supermercados, como una quimera, por otro lado nos han sorprendido otras campañas e iniciativas que han dado lo mejor de nuestra condición humana, demostrando que, al menos, somos una sociedad de grises.
Nuestro encierro es entre las paredes de nuestras casas, mucho más acogedoras que las frías celdas de hormigón de El Hoyo, pero no por ello debemos olvidar ese mensaje que clama por una sociedad diferente y un mejor ser humano, que no depende del entorno que le rodea, sino de lo que lleva en su interior.
Filmografía
Gaztelu-Urrutia, G., (2019). El Hoyo. ES. Basque Films